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Recordando a Talking Heads

October 16, 2004 By Pablo Schanton 
Clarin.com


En su show del jueves, el escocés repasó hits propios y de su ex banda con cuerdas y percusión.

Marrones la camisa y el pantalón que bien podrían ser marca Ombú y cubrir el cuerpo de un encargado de edificio. Pero no, ese flaco alto al que le cuelga una guitarra en el escenario del Luna Park es David Byrne, el mismo de Talking Heads. Ahora tiene la cabeza plateada de canas, aunque sus facciones remitan todavía a Anthony Perkins. A Perkins protagonizando Psicosis (Hitchcock) y El Proceso versión Orson Welles también, dos películas que podrían resumir la letrística genial de este escocés nacionalizado estadounidense. Efectivamente, Byrne suele cantar sobre los brotes inesperados de algún hombre de apariencia normal y la culpa que tiene la civilización de esa patología. De eso se trata el hitazo Psycho Killer (1977).

Y a pesar de que tardamos en reconocerlo en esta versión tan recargada de percusión como de violines, es lo que todos estaban esperando, incluso un entusiasta Lalo Mir desde la primerísima fila. Bien, ahí está Byrne sacudiendo la cabeza con la mandíbula relajada mientras se mece el sexteto de cuerdas a su derecha, y a la izquierda, vibra un set de percusión completísimo, todo sin contar bajista y baterista. Digamos que tal orquestación —enriquecida en chelos, violas y violines— es ideal para presentar un álbum donde por fin la melodía byrniana se libera de la investigación rítmica como es Grown backwards, un punto alto en su discografía. Pero con ese ropaje, los clásicos de Talking Heads suenan desnudos. Los músicos arengan al público para que haga palmas y se pare; la gente deja sus asientos y qué: no hay mucho con que mover el esqueleto. Si hay un poco de bailongo, en eso tuvo mucho más que ver la memoria sensorial de cada uno que lo que bajaba del escenario. Lo mismo pasa con canciones originalmente entramadas en percusiones cuya precisión era espartana como This must be the place (Naive melody), Once in a lifetime o I Zimbra. Y sí, faltan, por empezar, el bajo de Tina Weymouth y la batería de Chris Frantz. Aquellas canciones de los Heads eran versiones blancas de ritmos negros que ahora, con tanta cuerda, suenan albinas.

El desajuste de arreglos llega a su pico cuando Byrne propone un cover de A rainy wish de Jimi Hendrix. ¡Hendrix! Nada más opuesto a Byrne (psicodelia versus neurosis). Recordando al Kronos Quartet haciendo Purple Haze, esta traducción a música de cámara de una acuarela eléctrica reduce todo a unos espasmos de violín y una cita japonesa. Aquí radica una cuestión central de Byrne: su "omnivoracidad". Puede cantar airosamente un aria de Verdi (Un di Felice, Eterea) o, forzando la fonética, la canción Ausencia de Césaria «évora, así como también paladear ritmos latinoamericanos, ponerle letra de un dadaísta (Hugo Ball) a un tema afro-disco (caso I Zimbra), recordar a Cole Porter e incluso probar con el dance actual en Lazy. Hay algo de ciudadano del mundo tratando de incorporar experiencias intensas de otros en Byrne que, en su sentido acercamiento y voluntad de empatía, lo redime de cualquier gesto de colonización cultural o ejercicio posmo. Pero todo no se puede traducir a un tipo de arreglo, por más que se intente una síntesis entre lo "afro bajo" (la percusión) y lo "europeo alto" (las cuerdas). A veces, la cosa suena muy "aviolinada", rara, forzada, mal entendida, como un pigmeo con tutú o un rey de taparrabos.

¿Por qué no abundó más en el repertorio de su último disco en vez de resucitar hits con orquestación inadecuada? ¿Por qué no tocar una maravilla como Empire? Tal es la única cuestión en un show impecable, sin teclados ni programaciones, donde su voz brilló y cómo, con ese registro entre lo más crispado del primer Bryan Ferry y lo más sereno del último Caetano. Obvio: a pesar de algún traspié, estamos ante un gran artista del rock.

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